miércoles, 4 de enero de 2012

LATIDOS INMORTALES...

Todo viaje consta de un principio y de un final. Así como todo final acaba convirtiéndose en el punto de partida de un nuevo comienzo.

Yo estuve a su lado desde que nació. Como compañera fiel la he seguido desde el principio hasta el final de esta aventura y estaré junto a ella siempre, una y otra vez, hasta su último día. Quizá entonces yo también deje de caminar o quizá permanezca junto a otros que recuerden lo que ella fue mientras estuvo viva. Sin embargo eso es algo que ahora no nos concierne.

Yo simplemente estoy aquí para contar desde el principio su travesía más reciente. Una experiencia difícil para ambas pero sobre todo para ella.

Todo comenzó un domingo nueve de octubre del año 2011 cuando el reloj de calaveras colgado en la pared marcaba las diez de la noche.

Anabelle sintió la necesidad de salir de casa porque ya no aguantaba más el eco envolvente del silencio. Se puso su chupa de cuero y sus botas, cogió sus llaves del cenicero con forma de corazón, se colocó el bolso de bandolera y abrió la puerta para después cerrarla de un leve portazo.

Tuve que acompañarla en su deambular desorientado por las calles de nuestra ciudad. Mientras ella divisaba en los cristales de los portales cercanos el reflejo de su silueta y solo conseguía ver a una joven de cabello oscuro despeinado y tez blanca demacrada, yo era capaz de distinguir a la niña risueña y feliz que llevaba dentro.

Solo yo la observaba. La poca gente que caminaba por las calles a esas horas ni siquiera reparó en su presencia.

Si lo hubieran hecho se hubieran dado cuenta de que andaba con dificultad, de que sus botas de estilo militar chapoteaban entre los charcos dando tumbos en zig-zag, que sus pies no tenían un rumbo fijo al que dirigirse.

Si la hubieran mirado a los ojos se hubieran percatado de que detrás de su mirada se escondía una tristeza infinita que la consumía por dentro, y que lo más probable es que su corazón caminara lento, sin fuerzas, sin sueños, sin aspiraciones.

Solo yo supe ver más allá. Solo yo vi que era una chica de veintiséis años que luchaba por acallar los pensamientos negativos que bombardeaban su cabeza, que necesitaba ayuda para salir del pozo en el que se había sumergido meses atrás. Al fin y al cabo yo la conocía de siempre, conocía todos sus pensamientos, sus estados de ánimo, sus tormentos, sus anhelos, sus miedos.

Mientras caminábamos en todo momento la sujeté desde atrás, rodeándola con mis brazos su cintura, ayudándola paso a paso para que no se cayera sobre la acera mojada. Sin embargo ella no fue capaz de percibir que estaba a su lado, que éramos dos en este viaje. Si la melancolía  no la hubiera tenido totalmente hechizada, yo sé que ella hubiera notado mi presencia. Y entonces hubiera sabido que yo nunca la abandonaría por muy huracanadas que fuesen las tormentas, y quizá no se hubiera sentido tan sola.

Llegamos a la plaza del ayuntamiento y nos sentamos en uno de los bancos en el mismo momento en el que sus pies decidieron no volver a moverse por un rato largo.


La lluvia comenzó a caer con fuerza pero ella ni siquiera se inmutó. Con los ojos cerrados sumergida en sus pensamientos parecía ajena a la realidad. Y así era, estaba sumida en un mundo paralelo. El mundo de los sueños y de los sentimientos.

Cerré mis párpados también al posarme sobre su espalda, rodeé sus brazos apoyados sobre el respaldo del banco con mis brazos, y juntas comenzamos a viajar a otros lugares mientras las gotas de agua fría caían desde el cielo empapándonos por completo.

Todo era agua. Agua en nuestra realidad, agua en sus sueños.

La imagen de un pequeño corazón dentro de un barquito de cristal transparente comenzó a cobrar vida en su cabeza. Un corazón solitario que navegaba entre las olas revueltas de un infinito mar. En el cielo dominaba una oscuridad imponente, la única luz que brillaba era la de los relámpagos anunciando tormenta. A cada vaivén el vidrio que lo envolvía se iba debilitando por las embestidas del agua y la arena embravecida, a cada latido los estruendos de los truenos se iban acercando.

Si la caja que lo protegía se agrietaba, moriría ahogado a la deriva, eso era algo que las dos sabíamos. Por ello Anabelle no pudo evitar sentirse más triste de lo que ya estaba y un montón de lágrimas se deslizaron desde sus párpados cerrados.

A cada sollozo las olas del mar representado en su pensamiento se iban haciendo más grandes, la furia iba creciendo al igual que el estruendo de los truenos.

No tardamos mucho en comprender que ese corazón a la deriva era su corazón, que ese mar embravecido era su alma, los granos de arena todas sus tristezas, las partículas de agua todas las lágrimas que había acallado durante este tiempo. Y que la tempestuosa tormenta que acechaba su corazón estaba formada por todos los agrios recuerdos, por todos los miedos que la hacían enloquecer, por esas ausencias que matan, por ese vacío que dejan las personas a las que queremos cuando son abrazadas por la muerte.

Anabelle rompió a llorar de nuevo al enfrentarse a su realidad y yo la acompañé pensando que el dolor disminuiría con cada gota transparente derramada, pero no fue así.

Las olas del mar crecieron aún más y envolvieron con su fuerza la cajita de cristal, la zarandearon hasta que acabaron partiéndola en dos. El pequeño corazón indefenso se hundió en el agua congelada del norte, azotado por la mezcla de arena y espuma. Y cuando ambas creímos que todo había acabado…cuatro manos lo salvaron de ahogarse vivo y lo devolvieron a la superficie.

Y la noche dejó de ser noche, la tormenta cesó y los rayos del sol surgieron de la nada impregnándolo todo con una luz radiante incomprensible.

Frente a nuestras pupilas se presentaron esas cuatro manos, dos de ellas de apariencia suave y las otras dos más ásperas. Las suaves lo acunaron durante un rato entre balanceos para luego depositarlo en las otras dos manos que a pesar de su aspereza lo acariciaron con la mayor de las ternuras.

Entre baile y baile dos voces distintas -que enseguida supimos reconocer como los dueños de esas manos-, comenzaron a susurrar bajito un montón de palabras. Palabras que disfrazaron numerosos recuerdos de instantes ya vividos que como pequeñas diapositivas se fueron sucediendo ante nuestras retinas atentas. Momentos de su infancia, de su adolescencia, abrazos, miradas, gestos, sonrisas.

El rostro de Anabelle se fue relajando. Una pequeña sonrisa se situó en la comisura de sus labios para no abandonarla mientras la lluvia siguió aconteciendo sin lograr empaparla los huesos. Y durante más o menos una hora su abuela y su padre la susurraron entre cánticos algunos de los buenos momentos que juntos habían vivido, la gritaron bajito todos y cada uno de sus sueños recordándoselos y la hicieron ver que debía continuar con su vida porque ellos no la abandonarían nunca.


- ¡Pequeña lo que un día fuimos para ti seguirá siempre dentro de tu sangre, no dejes que la melancolía y los miedos te abracen! - pronunció su abuela.

- ¡Anabelle, saca el espíritu revolucionario que te transmití y enfréntate a todo, que nada te impida ser feliz ni luchar por tus sueños, ni siquiera mi repentina marcha! - susurró su padre rompiendo el silencio.

- ¡Tienes que ser una guerrera, nuestra guerrera valiente! ¡Además nosotros dos siempre estaremos contigo! - dijeron los dos al unísono.

Y gritando muy fuerte Anabelle les contestó:

- ¡Os lo prometo, lucharé por mí y por vosotros! ¡Os quiero y siempre os querré!

El reloj del ayuntamiento marcó las once y cuarto de la noche y las dos nos despertamos sobresaltadas volviendo a la realidad. El sueño había acabado. Y Anabelle comenzó a sentirse distinta dentro de su corazón, ya no se sentía ni tan perdida, ni tan sola.

Con una sonrisa en sus labios se acurrucó cambiando de posición sobre el banco, apoyó su espalda en el respaldo y juntó sus rodillas contra el pecho. Pensativa se quedó dormida de nuevo con la cabeza cobijada entre sus piernas.

La lluvia había parado y sin embargo aún quedaba lluvia en su alma que debía desaparecer. Yo me incliné sobre su hombro y acariciándola su pelo húmedo y enmarañado entré en una especie de duermevela junto a ella.

Sé que ella se percató de mi presencia porque al acariciarla su pelo ronroneó como un pequeño gatito. Yo no pude evitar reír para mí misma, feliz de que comenzara a despertar.

A los pocos segundos nuevas instantáneas regresaron a sus pensamientos pero esta vez no apareció el mar.

Frente a sus ojos sobre un fondo oscuro y nebuloso comenzó a surgir un río de agua turbia que recorría acelerado las calles de una ciudad, unas calles que ambas conocíamos muy bien porque las habíamos transitado juntas mil veces. Y el corazón en la cajita de cristal apareció de la nada tras una esquina, guiado por la corriente del agua, balanceándose de un lado para otro entre las aceras grises, surcando el pavimento, perdiéndose entre la niebla…

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Continuará...
 




4 comentarios:

  1. Leído. Déjame que lo repose para comentártelo.

    Un fuerte abrazo

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  2. Precioso, escribes de fábula. En serio, mi más sincera enhorabuena.

    Un beso enorme

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  3. Cuántas sensaciones me transmite el agua...
    Voy a leer el final porque eres genial.
    Un beso.

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  4. Me voy al continuará y comento entonces :)

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